Cinéfilos curiosos

martes, 26 de enero de 2016

MIA MADRE (Nanni Moretti, 2015)


Continúa esta gira europea d´El Cinéfilo Ignorante de la mano de las películas reseñadas en este su BLOGODECINE: comenzó en España, sobrevoló Escocia, recaló en Francia y dio unos pasos por Hungría. Ahora se ha dirigido al sur para recrearse en Italia.

Podríamos cumplir el tópico de que Mia Madre es un largometraje Muy Italiano, pero, como tampoco lo es en exceso, no hay necesidad de insistir en ello. Es, la verdad sea dicha, una película bien centrada y hasta fundamental. Su razón de ser se basa en mostrarnos realidades ajenas a las vidas cotidianas de muchos. O de pocos, que nunca se sabe. Si desvelamos que esas realidades circulan en torno a la muerte de una mamá, les aseguro que no hay ninguna intención de ponerse en plan spoiler o aguafiestas.

 


Llegó El Cinéfilo Ignorante a la sala de cine entusiasmado por el reencuentro con un querido amigo e incluso motivado porque este se había sumado voluntariamente a la visita de la sala comercial donde, se supone que por poco tiempo, se exhibía la película en cuestión. Era una curiosa mezcla entre gozo por la compañía, y la previsible pena por el ya anunciado argumento de la película.

Una vez avanza la historia con más altis que bajos, se da uno cuenta de que la película es, a partes iguales, correcta y necesaria. Es, de hecho, demasiado correcta, demasiado Cada Uno En Su Papel. Tanto es así que todo el equipo de intérpretes hace caso omiso al consejo que, en el mismo film, repite insistentemente uno de los protagonistas, que trabaja en el mundo del cine: Hay que actuar saliéndose del personaje, o al lado de él; es decir: sin dejar de ser un actor con nombres y apellidos propios.

Pero no. Para desesperación de los futuros traductores de este texto, lo explica la gramática: El Cinéfilo Ignorante vivió de pequeño en una de las muchas regiones hispanohablantes donde es habitual referirse a una persona para, después, hablar de su madre o de su padre o de su hermano haciendo uso de un adjetivo posesivo que le da un matiz de exclusividad a cada uno de ellos. Verbigracia: Juan y su madre. Con la mudanza a otra región también de habla hispana, vino otra manera de expresarse que converitiría el ejemplo anterior en Juan y la madre. Así, las alusiones a miembros de la familia de una persona vendrían a ser la madre, el padre o el hermano, construcciones sumamente chirriantes, como si fueran la unica madre, el único padre o el unico hermano de toda la humanidad. Es La Madre, no su madre.


Aquí no es que chirríen: es que, más bien, rechinan de forma estridente. Porque el personaje de Giulia Lazzarini es La Madre y no hay mucho más que decir de ella. El propio Nanni Moretti hace de El Hijo y no le pidas que, encima de dirigir el largometraje, deje de fundirse con su papel de afligido. Margherita Buy se queda en La Hija y, aun teniendo el mérito de recordarnos la cara de la corresponsal Paloma Gómez Borrero, ya está muy ocupada en ejercer de La Hija durante más de 100 minutos. Mejor olvidémonos de más acartonamientos porque ya le tocaría el turno a La Nieta y entraríamos en el juego de Película con Niña. Menos mal que, a la media hora de haber empezado la historia, ha aparecido en escena un profesional de la interpretación que, con su histrionismo, evita el derrape absoluto. Tenemos la suerte de que este aporta una trama paralela que se hace imprescindible para que no se aburra el espectador entre tanta familia.



Todos ellos están muy acertados; se portan tan exageradamente bien al recitar sus partes que casi sería preferible que se saltaran algunas líneas o que les soplara el apuntador. Nada de eso: cumplen a la perfección con el inevitable propósito de la película: el de mostrar una realidad muy concreta que, por desgracia, algunos, al menos parcialmente, hemos vivido muy de cerca y por la que, al final, habrá de pasar casi todo habitante del planeta.


De ahí la idea didáctica de la historia: se aprende, se conoce, se llega a estudiar, aunque sea con apuntes de pocos folios, lo dramático de la agonía de una persona. Es, así, una obra divulgativa, que podría utilizarse perfectamente en una asignatura como Ética y Moral no solo en los colegios italianos sino en todos los de la órbita de las lenguas romances pues, para dejarlo todo aún más claro, en Mia Madre, todos y todas hablan un italiano muy clarito, sin trabucarse nada, pronunciándolo incluso despaciosamente, de forma que ya casi lo tenemos estudiado para el hipotético examen. 

Todo ello es digno tanto de elogio como de reprobación. Demos gracias a que no se cede al truco fácil de lo lacrimógeno; muy al contrario: casi toda la historia está teñida de una seriedad que aleja ese fantasma con destreza y, milagro, sin ningún crucifijo en el puño. Vamos, que, al final, al Signore Moretti se lo vamos a agradecer eso y también que nos haya enseñado o recordado cómo se asoma la muerte de un ser querido. Le podríamos, como queda dicho, reprochar que, al igual que sus actores y actrices, se ha portado demasiado bien, que es un demasiado buen profesor. Así las cosas, uno, que, de vez en cuando, es víctima de arrebatos de simpatía por el revoltoso de la clase, tiene que ponerle no más de tres estrellas.


Como El Cinéfilo Ignorante ya ha aprendido que no está solo ni en el mundo ni en los gustos estéticos, declara que Mia Madre agradará a estudiantes de nivel elemental de Italiano; a aprendices de directores de cine; a colectivos como médicos, enfermeras y fisioterapeutas; a mamás preocupadas por el porvenir de sus hijos una vez no esté ella; a profesionales de la enseñanza en su vertiente más tradicional, defensora de la permanencia de las lenguas clásicas en el currículum, y, finalmente, a desencantados del cine de vanguardia.



miércoles, 20 de enero de 2016

EL HIJO DE SAÚL / SAUL FIA (László Nemes, 2015)

El blog d´El Cinéfilo Ignorante se va pareciendo a la Organización de Naciones Unidas o, en sus jóvenes momentos más dados a la frivolidad, al festival de Eurovisión. Así pues, disculpen ustedes si se da la impresión de que las películas aparecen clasificadas o estigmatizadas por su nacionalidad.

No tenemos más remedio que referirnos a la de El hijo de Saúl, que, en idioma magiar, se llama Saul Fia, un nombre sencillito comparado con las palabras húngaras que pueblan los créditos y que cuentan, algunas de ellas, con acentos de todo tipo, en algunas ocasiones hasta repetidos.

El Cinéfilo Ignorante teme que los créditos acaben siendo lo más llamativo de esta película. Tiene un pase que, al principio, la distorsión de imágenes, el juego con los planos difuminados, pueda convertirse en un reclamo incluso básico para mantener la ilusión de un espectador que ha venido a la sala de cine sabedor del apabullante palmarés de esta cinta: Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes, Mejor película de habla no inglesa en los Globos de Oro de Hollywood y, entre otros laureles, nominada a mejor película de habla no inglesa de los Óscar.

¡Uf! Debe ser una maravilla... En la mente de algunos críticos. Pero, para ese iluso espectador, el abuso de esos truquis del principio pueden hacer aflorar el tedio y, lo que es más grave, la indiferencia. Vale que no le falta fuerza a la interpretación, pero, si esta termina centrándose en las caras de cabreo o en las miradas de soslayo en busca de culpables o chivatos, entonces se diluye el talento de los intérpretes hasta caer en la debilidad.

Nos gusta el tema histórico, nos gusta que se 

profundice en un suceso de sombra alargada como

es el conflicto en la retaguardia de la Segunda Guerra Mundial, nos apetece aprender sobre lo ocurrido en un país pequeño Hungría, que sucumbiera como tantos otros a la burlesca brutalidad del ejército del III Reich. O quizá esperamos demasiado.

En la última media hora de la cinta, un cambio de escenario trae algo de luz al lúgubre panorama de lo que antecede a esos treinta minutos. Pero... No es suficiente, sobre todo, cuando se trata de una ópera prima aplaudida en medio mundo por méritos aún por descubrir.

Mas hay gustos para todos. Apreciarán El hijo de Saúl los amantes de las películas técnicamente trabajadas, los incondicionales de la Segunda Gran Guerra, los coleccionistas de uniformes militares, los húngaros expatriados por todo el mundo, a los filólogos de lenguas germánicas y eslavas y, sin duda, los miembros pacíficos de la familia del director László Nemes así como a la del actor principal, pero que muy principal, Géza Röhrig, que ya va siendo conocido fuera de su casa a la hora de los Festivales de Cine.

¡Ah, que al Ignorante se le olvida asignar la ración de estrellas a este Hijo de Saúl! Da pena castigar a un largometraje con el trabajazo que costará hacerlo, ¿verdad? Pero es que hay que ganárselo, así que se va a tener que conformar con...
¼




domingo, 17 de enero de 2016

(NO) ES MI TIPO / PAS SON GENRE (Lucas Belvaux, 2014)

Partimos de una premisa: el cine francés como género cinematográfico en sí más allá del drama, la comedia o la ciencia ficción, e incluso más allá de las nacionalidades: hasta películas españolas destilan un aroma que recuerda poderosamente al savoir faire de los franceses. Para muestra, esta (No) es mi tipo, traducción tonta de Pas son genre, dirigida, lo que son las cosas, por un belga.

Esto viene a cuento de la frase que
, antes de imbuirse en el frío del mes de enero, había visto el cinéfilo ignorante, todavía conmocionado por la muerte del actor (sic) David Bowie, acaecida
escasamente unos días
. La frase en cuestión decía de la peli que era Más francesa que un queso camembert. ¿Será verdad?

Es verdad: las conversaciones tienen un fondo de inteligencia propia del país del Loira; se advierte en el guion una chispa de ingenio y de charme; desde el primer minuto aparecen calles y plazas que podrían pertenecer a cualquier ciudad del Hexágono sea del norte con sus paisajes lluviosos o del sur con su luz furiosa y sus... Libros. Sería difícil encontrar tantos libros como en las películas francesas, lo cual no quiere decir que esta, como tantas otras, sea una historia para intelectuales.


Es una historia para todo el mundo siendo una película, como lo es, centrada en el trasvase de una esfera social a otra, rasgo, por otra parte, muy de cine franchute; verbigracia, en la conflictiva La vie d´Adèle / La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013). Ahora bien: a uno le recuerda, más bien, a crossovers tan inesperados como el revivido en ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? (Manuel Gómez Pereira, 1993).

 Ya tenemos aquí el pecado capital, que se deja entrever menos de lo que debiera en (No) es mi tipo. En efecto: no es su tipo y no lo será a lo largo de las dos horas que dura la historia cinematográfica y sentimental, de forma que, entre lo menos creíble de la película, permanece esa fantasía de relación muy, muy poco verosímil alargándose tanto en tiempo imaginado que, sin llegar a hacerse pesada, sí provoca escepticismo en quien desea identificarse con alguno de los dos personajes principales.

 Al tiempo que crece esa sensación de distancia con respecto al relato, de final tampoco excesivamente creíble, va agigantándose la imagen del personaje de Jennifer, hecho carne por obra y gracia de una espléndida Émelie Dequenne, que se hace dueña de la pantalla grande en detrimento del mindungui del personaje, a la vez, compañero y antagónico suyo, un tal... Ni el nombre se le queda a  uno. 


 
 
 ¡Pero Jennifer...! ¡O, más bien, Émelie...! [Ahora resulta que esta pequeña actriz lleva en su palmarés una buena lista de films, entre los cuales se encuentra aquella perturbadora Rosetta (Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, 1999)] Jennifer tiene toda la razón cuando nos dice, en los primeros y prometedores minutos de No es mi tipo que no es guapa sino mona, y, sin embargo, se nos va haciendo bella y encantadora al avanzar una relación que ella aguanta como puede.

La que soporta la historia es el personaje de Jennifer: parece que la que dirige la película es la propia actriz Émelie; engrandece las frases que debe pronunciar y que, por sí solas, darían poco de sí; exhibe su seductora sonrisa sabiendo que no es una de las top models que son su referencia; lleva hasta el extremo un ordinary world rico en mínimas frustraciones, fugaces alegrías y cómodas rutinas.


Bravo, Jennifer. Digo, Émelie. Eres tú la que haces que nos guste la película, que trascienda el corsé, rígido o necesario, de la categoría de Cine Francés. Es lo que hace tu carilla, esa que recuerda vagamente a una Charlize Theron a la... Francesa, sin olvidar ni tus miradas al vacío ni tu juventud presente a cualquier edad. Has conseguido que el público se trague gustoso una cinta que, probablemente, no resista un segundo visionado. 




Ella le gustará a un grupo variado de público, pero la película completa le apasionará únicamente a la gente de gustos supuestamente femeninos, a los francófilos incorregibles, a los amantes del urbanismo bien planificado, a algún que otro profesor de filosofía y hasta a los aficionados al karaoke. Teniendo en cuenta lo dicho sobre la actriz principal y sumando el número de posibles integrantes de esos grupos de personas, esta película puede llevarse algo más de tres estrellas sobre cinco 1/4 e incluso dejar pensativo al incrédulo espectador. 




lunes, 11 de enero de 2016

(Lo siento,) MACBETH (Justin Kurzel, 2015)


Ir al cine es una decisión premeditada que se lleva a cabo con alevosía y, la mayor parte de las veces, abrigado por la nocturnidad. Se le oponen, no obstante, obstáculos gigantescos: el bar, el restaurante, la charla, el no hacer nada, el frío, el calor, la playa, la euforia, el cansancio, los viajes, disuaden al consumidor impidiéndole la asistencia a la proyección de una película. Con respecto al último de los impedimentos, muchas personas ignoran el placer proporcionado por una o varias incursiones en salas de cine de lugares del mundo distintos al habitual.


¿Qué quieren que les diga alguien que, últimamente, ha convertido en costumbre viajar a ciudades coincidiendo con días en los que se celebran en ellas festivales de cine? ¿Alguien que se pasa, jornada viajera tras jornada viajera, yendo a ver pelis en salas lejanas? Pues les va a decir que lo que más le joroba es perderse una película incluso cuando se encuentra dentro de la propia sala.



Se explica así: empieza un largometraje con imágenes de impacto. Como el de Macbeth (Justin Kurzel, 2015): paisajes vertiginosos, colores encendidos, escena bélica que le deja a uno con la boca abierta. A continuación, se suceden turbios diálogos que mezclan poesía con dramatismo respetando el texto original en el inglés del siglo XVII, razón de más para engancharse a una trama histórica y sentimental que, encima de todo, se quiere recuperar de la memoria.

  Pero se interpone un obstáculo diferente a los nombrados más arriba: la casualidad de encontrarse en la última sesión de un viernes que, poniendo fin a una convulsa semana tanto de ocio y como de negocio, trae consigo un cansancio y un déficit de horas de sueño que se manifiesta de forma especialmente aguda, primero, en lo penumbroso de la sala y, después, en lo mullido del asiento. Se intenta resistir al furibundo ataque de la fuerza de la gravedad que empuja a los párpados hacia abajo. Se oyen frases solemnes, versos declamados con indudable aplomo, pero... ¿Cómo puede el espectador combatir su propia derrota física?


Juzguen esas imágenes, que son las que sobrecogen al vidente en el contexto de la extraña historia desarrollada en Macbeth. Quedan fuera de ella los recios rostros de Michael Fassbinder, viejo conocido que brilla en todo su encanto en su papel de protagonista. Recuerden ahora alguna ocasión en que uno o varios microsueños se han apoderado de su conciencia hasta hacerles caer rendidos en lo más profundo de la butaca.

Aun con similares consecuencias, este es un caso opuesto al observado durante la proyección de Una pastelería en Tokio (Naomi Kawase, 2015), una película especialmente, con perdón, pastelosa: a la derecha del espectador y con el pasillo haciendo de imaginario tabique, se observa al varón de una pareja dando cabezadas en sincronía con sonoras respiraciones; a los pocos minutos, se ve a su compañera unírsele en el dulce sueño que provocan imágenes casi tan, perdón de nuevo, edulcoradas como las frases emitidas en voz baja y en el tono monocorde y cadencioso de la lengua japonesa.


Por otra parte, el sucedido con Macbeth es un caso también distinto al que ocurrió con la ya distante pero eterna La fortuna de vivir (Sebastian Saprisot, 1999), desgraciada traducción de Les enfants du marais: allí fue el cansancio momentáneo como secuela de un viaje en automóvil recién concluido el que impidió la visión del principio de la película. Mas, una vez pasados cinco, quizá diez, minutos, tras los cuales ya se ha repuso el cuerpo abatido, volvieron a abrirse los ojos y empezaron a bañarse, más que en un pantano, en un océano de emociones, experiencias y espectáculo, es decir, de cine del bueno.

Por eso hay que disculparse ante Macbeth y ante otras películas que prometen pero a las que uno mismo les ha fallado: intentaré, queridos creadores e intérpretes, que no vuelva a ocurrir. Puede ser este un propósito de año nuevo de un amante de la cinematografía. No de cifras ni de fechas ni de nombres ni de listados sino, nada más y nada menos, que las intenciones de un amante de historias y de imágenes. Me temo que, con los ojos cerrados, se acaba la película. Lo siento, Macbeth: no sabía lo que hacía.