Cinéfilos curiosos

lunes, 11 de enero de 2016

(Lo siento,) MACBETH (Justin Kurzel, 2015)


Ir al cine es una decisión premeditada que se lleva a cabo con alevosía y, la mayor parte de las veces, abrigado por la nocturnidad. Se le oponen, no obstante, obstáculos gigantescos: el bar, el restaurante, la charla, el no hacer nada, el frío, el calor, la playa, la euforia, el cansancio, los viajes, disuaden al consumidor impidiéndole la asistencia a la proyección de una película. Con respecto al último de los impedimentos, muchas personas ignoran el placer proporcionado por una o varias incursiones en salas de cine de lugares del mundo distintos al habitual.


¿Qué quieren que les diga alguien que, últimamente, ha convertido en costumbre viajar a ciudades coincidiendo con días en los que se celebran en ellas festivales de cine? ¿Alguien que se pasa, jornada viajera tras jornada viajera, yendo a ver pelis en salas lejanas? Pues les va a decir que lo que más le joroba es perderse una película incluso cuando se encuentra dentro de la propia sala.



Se explica así: empieza un largometraje con imágenes de impacto. Como el de Macbeth (Justin Kurzel, 2015): paisajes vertiginosos, colores encendidos, escena bélica que le deja a uno con la boca abierta. A continuación, se suceden turbios diálogos que mezclan poesía con dramatismo respetando el texto original en el inglés del siglo XVII, razón de más para engancharse a una trama histórica y sentimental que, encima de todo, se quiere recuperar de la memoria.

  Pero se interpone un obstáculo diferente a los nombrados más arriba: la casualidad de encontrarse en la última sesión de un viernes que, poniendo fin a una convulsa semana tanto de ocio y como de negocio, trae consigo un cansancio y un déficit de horas de sueño que se manifiesta de forma especialmente aguda, primero, en lo penumbroso de la sala y, después, en lo mullido del asiento. Se intenta resistir al furibundo ataque de la fuerza de la gravedad que empuja a los párpados hacia abajo. Se oyen frases solemnes, versos declamados con indudable aplomo, pero... ¿Cómo puede el espectador combatir su propia derrota física?


Juzguen esas imágenes, que son las que sobrecogen al vidente en el contexto de la extraña historia desarrollada en Macbeth. Quedan fuera de ella los recios rostros de Michael Fassbinder, viejo conocido que brilla en todo su encanto en su papel de protagonista. Recuerden ahora alguna ocasión en que uno o varios microsueños se han apoderado de su conciencia hasta hacerles caer rendidos en lo más profundo de la butaca.

Aun con similares consecuencias, este es un caso opuesto al observado durante la proyección de Una pastelería en Tokio (Naomi Kawase, 2015), una película especialmente, con perdón, pastelosa: a la derecha del espectador y con el pasillo haciendo de imaginario tabique, se observa al varón de una pareja dando cabezadas en sincronía con sonoras respiraciones; a los pocos minutos, se ve a su compañera unírsele en el dulce sueño que provocan imágenes casi tan, perdón de nuevo, edulcoradas como las frases emitidas en voz baja y en el tono monocorde y cadencioso de la lengua japonesa.


Por otra parte, el sucedido con Macbeth es un caso también distinto al que ocurrió con la ya distante pero eterna La fortuna de vivir (Sebastian Saprisot, 1999), desgraciada traducción de Les enfants du marais: allí fue el cansancio momentáneo como secuela de un viaje en automóvil recién concluido el que impidió la visión del principio de la película. Mas, una vez pasados cinco, quizá diez, minutos, tras los cuales ya se ha repuso el cuerpo abatido, volvieron a abrirse los ojos y empezaron a bañarse, más que en un pantano, en un océano de emociones, experiencias y espectáculo, es decir, de cine del bueno.

Por eso hay que disculparse ante Macbeth y ante otras películas que prometen pero a las que uno mismo les ha fallado: intentaré, queridos creadores e intérpretes, que no vuelva a ocurrir. Puede ser este un propósito de año nuevo de un amante de la cinematografía. No de cifras ni de fechas ni de nombres ni de listados sino, nada más y nada menos, que las intenciones de un amante de historias y de imágenes. Me temo que, con los ojos cerrados, se acaba la película. Lo siento, Macbeth: no sabía lo que hacía.